En Medjugorje, gracias a María, salí de un coma de muchos años alejado de Su Luz. Ella, que nunca dejó de creer en mí, ni en mis peores noches, cogió mi mano, preparó mi quebradizo corazón y me presentó a Su Hijo. Y Él me miró. Se detuvo y me miró. Aun cuando yo no lo merecía, Él me miró. Mi frágil existencia se derrumbó ante esa mirada. Una mirada de perdón, de misericordia y, sobre todo, de amor. Pensé que era el fin, le rogué que parase, pero no paró, sino que fue más allá. Atravesó mis miedos, mis inseguridades y mis limitaciones para rescatar el alma del niño que vivía presa en lo más profundo de mis entrañas. Mi alma le reconoció al instante, allí, reluciente en su custodia, su Señor, mi Dios, mi Padre. La mano de María levantó a ese niño recién salido del coma, se inclinó sobre él, le abrazó y le dijo: "Ahora eres mi niño, Zorion, ¿acaso los niños tienen pasado?". Y me sonrió.